No te pierdas los primeros capítulos de la bilogía Celestial, una comedia romántica
Lanzamiento digital: 29/11/2023
Papel: 22/11/2023
Cuando el diablo vistió de uniforme
Bilogía Celestial
Derechos reservados © 2023, por:
© del texto: Eva P. Valencia
© de esta edición: Eva P. Valencia
© diseño de la cubierta: Eva P. Valencia
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A mi hijo, siempre
«¿Y si en vez de planear tanto
voláramos un poco más alto?».
MAFALDA
En el vasto mundo de la literatura, existen encuentros mágicos que trascienden las letras y se convierten en lazos profundos de amistad. Y así fue como Eva P. Valencia y M. José, cariñosamente conocida como Majo en los círculos literarios, encontraron un vínculo especial entre páginas, palabras y sueños compartidos.
Hace cuatro años, decidí dar un cambio radical en mi vida y formarme como community manager , promotora de escritores y diseñadora editorial y gráfica, bajo el nombre de Promociones literarias Esther M. Junto a una amiga, formé un grupo de lectura virtual, y gracias a ese grupo conocí a muchos autores, entre ellos, Eva. Fue allí donde nuestros caminos se cruzaron por primera vez.
Como apasionada lectora, sobre todo de romántica, un día me encontré con las obras de Eva P. Valencia. Sus historias me cautivaron de inmediato, sumergiéndome en mundos vibrantes y personajes inolvidables. No pude resistir la tentación de contactar con la autora para expresar mi admiración y compartir mis emociones.
A partir de ese momento, nuestras vidas literarias comenzaron a entrelazarse de manera inesperada. Coincidimos en lecturas conjuntas, nos empezamos a seguir en redes sociales para compartir nuestra pasión por la escritura y la lectura. A través de mensajes, comentarios y conversaciones virtuales, se forjó una amistad basada en la admiración mutua y la pasión por la literatura.
Pero el destino me tenía preparado un encuentro aún más excepcional. En un evento literario el año pasado, finalmente pude conocerla en persona. Fue un día muy emocionante, un honor tener la oportunidad de conocer de cerca a una autora a la que tanto admiro. Durante todo el día, compartimos risas, confidencias y conversaciones interminables. En ese momento, supe que nuestra amistad trascendería más allá de las páginas y se convertiría en un vínculo perdurable en nuestras vidas.
Hace unos meses recibí un mensaje de Eva P. Valencia, ofreciéndome escribir el prólogo de su nueva novela. Es un privilegio y un honor poder ser parte de esta obra, aportando mi pequeño granito de arena a una historia que ha sido tejida con la maravillosa pluma de esta gran autora.
Esta es la historia de una amistad que nació entre páginas, se fortaleció a través de las palabras y floreció en encuentros llenos de complicidad. Una amistad que demuestra cómo el amor por la literatura puede unir a las almas de aquellos que comparten su pasión.
Y así, entre letras y lazos de amistad, Eva P. Valencia y una servidora continuamos nuestro camino, tejiendo una historia que trascenderá las páginas y que perdurará en el tiempo. Porque en el mundo de la literatura, las amistades verdaderas son muy valiosas.
En este prólogo, tengo el desafío de transmitir al lector la pasión y maestría con las que Eva P. Valencia da vida a sus personajes, creando un mundo literario cautivador.
Eva es una maestra del género romántico, posee el don de capturar las emociones más profundas y transmitirlas a través de sus letras. Sus historias de amor trascienden las páginas y se convierten en una experiencia visceral para aquellos que se sumergen en sus obras.
En cada obra de Eva, podrás descubrir una nueva dimensión. Sus palabras fluyen como ríos de tinta, transportándote a lugares inexplorados y sumergiéndote en historias que dejan una huella imborrable. Eva tiene la habilidad para crear personajes memorables, dotados de profundidad y realismo. A través de sus protagonistas, podrás vivir amores apasionados, luchas internas, encuentros fortuitos y desafíos que pondrán a prueba tu corazón. Cada página es un viaje emocional y un bálsamo para el alma de los amantes del romance.
Sus palabras dan vida a relaciones intensas y sinceras, desatando una cascada de emociones en cada escena. El poder de sus descripciones y diálogos se entrelaza con la esperanza, el deseo y la lucha por el amor verdadero.
En conclusión, Eva P. Valencia es una autora romántica excepcional que ha conquistado el corazón de muchos otros lectores.
Así que, querido lector, prepárate para sumergirte en una historia llena de amor, pasión, risas, desafíos y emociones a flor de piel, a través de estas páginas.
A mí solo me queda expresar mi profundo agradecimiento a Eva por brindarme esta maravillosa oportunidad de daros a conocer mi pequeña historia de cómo conocí a esta gran autora y poder ser parte de lo que, estoy totalmente segura, será otro éxito literario.
Disfruta de la lectura. Un beso de M. José M. R.
Promociones Literarias Esther M.
9 de octubre de 2017, Nueva York. 4 años más tarde
Cruzo el umbral de caza de miz padrez en Connecticut a toda priza. Acabo de regrezar del colegio y traz dejar la mochila tirada zobre el zofá de cualquier manera, corro a la cocina como zi no exiztiera un mañana. Cuando entro, el olor a pizza blanca de almejaz zalteadaz en aceite de oliva y ajo con quezo parmezano rallado provoca que empiece a zalivar como el gato Tom antez de intentar comerze al ratón Jerry.
Ez martez y loz martez mi mami hornea eza maza fina hazta que ze dora por loz bordez y cruje en mi boca a cada mordizco.
Mi eztómago ruge con impaciencia como un león hambriento, pero pazo por zu lado como una bala y zin detenerme cuando me zaluda, y apenaz la ezcucho mientraz me pregunta por laz clazez.
Pronto me detengo frente a la alacena y alzo la vizta al último eztante, donde el bote de criztal de piruletaz de freza ze encuentra brillando con un rezplandor tentador, diciéndome: «Vamoz, coge una, Morgan… ¡zon deliciozaz!».
Una zonriza pícara ze dibuja en mi cara al darme cuenta de que queda zolo una en el fondo.
Con nervioz me aprezuro a conzeguir un taburete y lo arraztro a travéz del zuelo de madera, provocando un chirrido molezto en laz vetaz de madera. Cuando ya la tengo bien pozicionada, trepo con laz manoz y me ayudo de laz rodillaz para quedar de pie en la baze.
Mi corazón late con fuerza contra mi pecho como loz tamborez de loz indioz ziux de la peli Murieron con las botas puestas que he vizto milez de vecez junto a papi, mientraz la adrenalina corre por miz venaz y mi determinación crece con cada zegundo.
He de zer rápida, no quiero que mi papi me caztigue por comer a dezhoraz antez de la comida, diciendo que me enzucia el eztómago y me quita el hambre…
Alzo el brazo derecho y lo eztiro todo lo que puedo, poniéndome de puntillaz, pero aún no llego a la piruleta…, ¡no la alcanzo!
Muevo loz deditoz con dezezperación, pero me falta un poquito de altura para ziquiera rozar el culo del criztal.
—¡Quiero eza piruleta… La quiero… La quiero…!
Hacía ya cuatro años que solía tener ese recurrente sueño de cuando era una niña pequeña, bueno, en realidad, esa frustrada pesadilla, ¡pues jamás lograba hacerme con el dichoso dulce de las narices…! Lo intentaba una y otra vez hasta el agotamiento, pero nada. Nunca me lo llevaba a la boca ni saboreaba aquel gusto a fresa que en el pasado me volvía tan loca… Sin embargo, notaba a la perfección cómo contenía la respiración a la espera de ese cosquilleo en el estómago que se hacía más que tangible cada vez que despertaba, junto a una media sonrisa en los labios.
¡Demonios!
¿Qué significaría eso?
¿Acaso sería el origen de un mensaje subliminal de mi subconsciente que me alertaba de que aún seguía latente algún sentimiento romántico, afectivo o sexual hacia el agente Ward, de Haines? Me aterraba siquiera planteárselo a mi psicoanalista, Edmunt Freixer, quizás por temor a conocer su significado freudiano. Como dijo el padre del psicoanálisis: «Los sueños son a menudo más profundamente significativos que las obras de arte, porque son un producto más directo de la actividad psíquica inconsciente».
Quizás mi sueño estaba tratando de decirme algo, pero ¿qué?
La imagen de un dulce inalcanzable podría ser una manifestación de mi deseo insatisfecho de algo que anhelaba pero no podía tener, pues dicen que los sueños suelen ser un sustituto de los deseos que hemos renunciado a satisfacer en la realidad.
Y me di cuenta de que así era imposible seguir con mi vida, pues en mí aun persistía la huella de esos recuerdos, a sabiendas de que no podía seguir viviendo así, atada a un pasado que ya no existía.
¡Malditos doce días enterrados en la nieve y maldita la dulzura de aquellos labios de sabor de fresa!
—Ey, bombón, no te olvides las gafas.
Incliné la cabeza, dirigí mi mirada al estuche que Denis sostenía en su palma y la cogí para colocarla en el bolso a juego con mi chaqueta cárdigan, adornada con flores y lentejuelas de colores, que llevaba con una falda de cuero, medias negras y botas altas similares a las del guardarropa de The Nanny , Fran Fine, la vendedora de cosméticos que encuentra trabajo como niñera en la casa de un hombre rico. Supongo que no es necesario mencionar que era una gran fanática y adoraba esa serie de televisión de finales de los años noventa. ¡Era lo más!
Le sonreí y le di un breve beso en los labios.
—Ya sabes el dicho, quien no tiene cabeza…
—Que tenga pies —completó él mi frase, frunciendo el ceño—. Últimamente vas a toda velocidad y al final chocarás contra una pared de hormigón. Deberías bajar el ritmo.
—Lo reduciré cuando sea una anciana ayudada por un andador o haya cumplido todos mis sueños musicales, tanto pasados como futuros... —puntualicé, algo crispada conmigo misma, pues sentía que las horas del día se me iban en un suspiro y sin apenas tiempo para disfrutar o, simplemente, vivir.
—Morgan, por favor, cálmate o no llegarás ni siquiera a los cuarenta por un ataque al corazón... —mencionó mientras enmarcaba suavemente mi cara con una de sus manos para intentar tranquilizarme y apaciguar los demonios internos que me habían estado consumiendo durante meses, o ¡incluso años!—. Ya está, lo más difícil ya lo has superado. Ese camino empedrado hacia la fama ya está allanado. Recuerda que ya has logrado mucho, eres una artista increíble y has llegado a un nivel que muchos sueñan con alcanzar.
Sujetó mi cara con ambas manos, tan grandes que cubrieron casi toda mi cabeza, y me clavó su mirada intensa y directa.
—Venga, repite conmigo: he sido nominada a los Grammy de 2018 como la Mejor Artista Nueva junto con Alessia Cara, Khalid, Lil Uzi Vert, Julia Michaels y SZA.
Sujeté firmemente sus muñecas y aparté sus manos de mi piel.
—Denis… ¡Santo cielo! Las palabras en tu boca aún suenan más impactantes. ¡Yo! ¡Morgan Freeman, o mejor dicho, Georgia Mind! ¡No-mi-na-da! ¡¿Comprendes ahora mis malditos nervios?!
—Moooorgan…
Si no me daba un sopapo en ese momento era porque la divina providencia tenía otros planes para mí y no quería que la palmara tan pronto. De lo contrario, ¡hacía tiempo que estaría criando malvas!
Volví a la carga con artillería más pesada.
—Lo sé, lo sé, Denis…, pero es que siento que tengo que redoblar mis esfuerzos, que tengo que seguir trabajando sin descanso para aprovechar esta oportunidad al máximo y no defraudar a nadie ni a mí misma.
Mi chico me acarició el pelo con dulzura mientras sonreía despacio.
—Por supuesto, Morgan, por supuesto, pero también debes cuidar de ti misma. Lo primero debes ser tú y después todo lo demás. —Negó con la cabeza—. No puedes seguir viviendo con tanta ansiedad y estrés, eso no es sostenible a largo plazo y lo sabes. Reflexiona por un momento sobre lo que dijo la escritora francesa Simone de Beauvoir: «El éxito no es lo que te hace feliz. Es ser feliz lo que te hace exitoso».
Asentí lentamente, permitiendo que sus palabras calaran hondo en mi mente y en mi alma. Denis Moore y su incansable fraseología que siempre, siempre, siempre daba directo a la diana.
Quizás tenía razón, quizás necesitaba tomarme un momento para saborear el presente y no atormentarme tanto con el futuro. Lamentablemente, no podía permitírmelo, ya que debía seguir estrictamente mi apretada agenda, sin importar si diluviaba, nevaba o incluso si ¡el mismísimo Michael Jackson aparecía para proponerme un dueto en el Metropolitan Opera House!
Apreté firmemente los labios, tratando de contener la ansiedad que se había apoderado de mí desde que mi agente musical, Liam Jenkins, me había dado la gran noticia: mi nominación al premio más importante de Estados Unidos, los premios Grammy. ¡Los GRAMMY!
—Cariño, por favor, escúchame y disfruta-del-momento.
—No te prometo nada. —Vacilé.
—Al menos dime que lo intentarás.
Asentí despacio, tratando de asimilar sus palabras circundadas en sabios consejos. No obstante, para mí eso resultaba insuficiente.
Exhalé con un par de lamentos, esforzándome por contener la opresión que se cernía sobre mi pecho, intentar calmar mis nervios y enfocarme en el presente e impedir que la ansiedad me consumiera por dentro.
En fin...
Lo cierto era que, sin esperarlo, ya me había subido a ese tren, uno que no hacía paradas y aceleraba vertiginosamente hasta dejarme sin aliento. Eso me hizo imaginarme en mallas multicolores y calentadores hasta media pierna, ya que recordé la conocida frase de la señorita Lidya Grant en la High School for the Performing Arts de la Calle 46: «Tenéis muchos sueños, buscáis la fama. Pero la fama cuesta. ¡Pues aquí es donde vais a empezar a pagar, con sudor!».
¿Sudor? Sudor, lo que se conoce como el líquido segregado por las glándulas sudoríparas, ciertamente no era con lo que estaba pagando la supuesta fama, sino con unos retortijones de barriga y un dolor abdominal agudo que me provocaba trastornos y aumentaba mis visitas al señor Roca. En una palabra: ¡cagarrinas!
—Lo intentaré, Denis.
—Así me gusta, cariño.
—Te agradezco por estar siempre a mi lado, juntos, ¡a las duras y a las maduras! —exclamé mientras hacía el patético y exagerado gesto de forzuda, le sonreía con ternura y me acurrucaba en su pecho, sintiendo su cálido abrazo reconfortante.
—Bueno, de eso trata la convivencia, ¿no? De cuidarnos mutuamente.
—Así es.
Me separé de su cuerpo y alcé la vista a sus ojos oscuros.
—He de irme. Tengo una sesión maratoniana de grabación con Víctor.
—De acuerdo. ¿Te espero para cenar? —tanteó, y yo alcé una ceja.
Verás, últimamente él y yo no coincidíamos a menudo en esas horas de la noche, ni siquiera durante el día, excepto los fines de semana. Denis, debido a su conocida adicción al trabajo y a la búsqueda de nuevos talentos, y yo, actuando en el musical El Diablo viste de Prada [1] en Broadway y en la grabación de mi segundo álbum. Sí, para responder a lo que estás pensando, después de varios duros castings fui seleccionada para interpretar a la tiránica editora de moda, Miranda Priestly. ¡Ta-ta-ta-ta-tá! No te lo pierdas y… y la música fue compuesta por ¡el mismísimo Elton John y las letras por Shaina Tau!
¿Hola? ¿Hay alguien ahí? Era una pregunta que solía hacerme constantemente al darme cuenta de que estaba viviendo un sueño hecho realidad y por el que sigo pellizcándome de vez en cuando.
—Claro, Denis —le respondí con una sonrisa un pelín forzada y un semblante extremadamente fatigado—. Después de la función, iré directa a casa. Esta semana está siendo de locos y necesitaré una buena ducha, una de tus deliciosas cenas reconstituyentes, un masaje hipermegarrelajante en las cervicales y descansar bien temprano.
Le vi entrecerrar los ojos con una mirada inquisitiva, parecía dudar de mi afirmación.
—Oye, te doy mi palabra solemne de boy scout … —sentencié con una voz supermelosa mientras me abrazaba a su cuello.
—¿De boy scout ? —repitió Denis con una sonrisa burlona en sus labios.
—Eso he dicho.
Se rio.
—A mí no me engañas, Morgan. Lo más cerca que has estado de la madre naturaleza fue en ese pueblucho de Alaska.
De repente, inevitablemente me quedé un segundo en silencio al recordar los doce días vividos allí junto a Madox Ward. Todo vino a mi mente como destellos. Imágenes desordenadas empezaron a atropellar mis sentidos…
Fui capaz de sentir el frío de la nieve al caer sobre mi piel, el crepitar del fuego que nos protegía del gélido ambiente y el sonido de los vinilos girando incesantemente en el plato del tocadiscos. La sensación del agua tibia de la ducha empapando nuestros cuerpos desnudos, unos besos con sabor a piruleta de fresa y las yemas temblorosas que dibujaban constelaciones en mi piel, uniendo mis tres lunares. Recordé cada caricia, cada beso y cada susurro íntimo en el oído del otro que nos hacía sentir que éramos los únicos habitantes del mundo y los ojos verdes de Madox, que decían más que las palabras llenas de promesas aún por cumplir…
Esos recuerdos me llenaron de nostalgia y tristeza.
—Cielo. —La voz de Denis me sacó de mi ensimismamiento—. ¿Te encuentras bien?
—¿Eh? sí, ¡sííííí! Lo siento, perdona… —Me excusé de sopetón, no quería cagarla a esas alturas de la película, digo, de la relación—… estaba… yo…
—¿Estabas pensando en algo o en alguien especial?
Sentí un nudo en la garganta y contuve la respiración, tratando de encontrar las palabras adecuadas para responderle. Un segundo, dos segundos, tres segundos… cuatro segund…, ¡que me ahogo!
—¡Oh, no, noooo! Nada ni nadie importante. No ha sido más que una tontería sin importancia, una nimiedad, una cosita insignificante… ¡ná! —mentí, mientras mostraba mi pulgar e índice dibujando un mínimo espacio entre ellos.
Unos instantes de incómodo silencio se apoderaron de nosotros. Temí que, por un momento, la relación que mantuve en el pasado con el agente de policía saliera a la luz.
Suspiré.
Nunca le había hablado de mi pasado con Madox y, por alguna razón, nunca había querido hacerlo. Tal vez porque, en el fondo, quise pasar página demasiado rápido, y rememorar los recuerdos vividos entre los dos dolía.
Mis manos comenzaron a inquietarse y retorcerse nerviosamente.
—Parece que estás dando demasiadas explicaciones para algo que dices que no es importante —comentó con una mirada inquisitiva.
—¡Noooo, para nada! No es nada importante, te lo aseguro. —Me reí tontamente y le di un leve manotazo en el pecho—. ¡Qué cosas dices…!
—Vamos, nena, no intentes ocultarme nada. Sé que algo te está rondando por tu cabecita loca.
—Denis. Ya, déjalo. No-es-nada. Créeme.
—No sé dónde has viajado, pero…
—¿Viajar dices? ¿Dónde encontraría un lugar mejor que aquí, contigo? Dime, anda. —Traté de sonar segura mientras le miraba a los ojos y a él pareció gustarle oírme decir eso, ya que una sonrisa traviesa asomó en sus labios.
¡Por fin! Menos mal…
—No hay otro lugar donde quisiera estar, pero eso es algo que yo ya sé. ¿Y lo sabes tú?
—Absolutamente, no te quepa duda —le respondí seria, asintiendo con la cabeza.
Vale, okey …
Stop!
¡Hagamos un parón en esta parte de la historia, pues debo confesarte algo!
Denis Moore era todo lo que mi amiga Margot García había descrito años atrás en Las Vegas: trabajador, atractivo, solvente, educado, fiel y romántico... (suspiro). Pero su perfección y nuestra relación predecible y monótona a veces resultaba tediosa. ¡Necesitaba algo más emocionante, apasionante, sorprendente, aventurero, arriesgado e innovador!
En resumen, todo era tan previsible que incluso nuestras conversaciones parecían guionizadas, siempre hablando de los mismos temas: trabajo, proyectos, planes de futuro, viajes programados, cenas con amigos, el último libro leído o película vista. Sin espacio para el drama, la confrontación o incluso el ¡humor irreverente! Jamás discutíamos y nuestro diálogo era respetuoso, sí, pero a veces sentía que faltaban sinceridad y autenticidad.
Extrañaba sentir las mariposas revolotear en mi estómago y anhelaba que nuestra relación fuera más espontánea y emocionante.
Me sentía atrapada en una monotonía de la que no era capaz de escapar.
Seguro que me comprendes….
Aquella chispa, aquel fuego que te abrasa la piel no estaba presente. Los besos eran dulces, sí, pero no apasionados. Los abrazos, cálidos, pero no fogosos. La intimidad se había convertido en un acto mecánico, sin emoción ni sorpresa. Y comencé a sentir que algo faltaba, que requeríamos más espontaneidad, más sorpresas, más diversión. Salir de nuestra zona de confort. Pero no sabía cómo plantear el tema sin herir los sentimientos de Denis o sin que pensara que no apreciaba lo que teníamos.
Quizás te cueste creerlo, tal vez pienses que lo que voy a contar es una bravuconería, pero… echaba de menos sentir… ¡sentir las dichosas mariposas revolotear en mi estómago! Esa sensación eléctrica y excitante. Anhelaba que mis niveles de cortisol y adrenalina se dispararan por culpa de una acalorada discusión a causa de nuestras diferencias de opinión. Sí, lo sé, ya sé que los expertos advierten que las discusiones constantes en una relación de pareja pueden provocar desgaste emocional y dañar la estabilidad, pero aun así, pensaba que necesitábamos un poco de emoción y pasión en nuestra monótona vida juntos.
Me sentía… asfixiada, encarcelada, ¡como si estuviera viviendo en un crónico letargo del que no era capaz de despertar!
—Te quiero, Morgan. Eres muy importante para mí y una pieza clave en mi vida.
Me callé.
Inclinó la cabeza y me miró a los ojos esperando una respuesta a ese «te quiero» henchido de tanto simbolismo para él, que seguía aguardando paciente, o mejor dicho, esperanzado, a oírmelo pronunciar algún día.
¿Cuándo?
¡Ni siquiera yo misma lo sabía! Después de todo, no es que no lo quisiera, pues tras tantos años me había habituado a su presencia, a su compañía, a hacer el amor en la cama los sábados por la noche, a los partidos de pádel los jueves a media tarde contra una pareja conocida suya, a ver series de televisión los domingos después de la siesta…
Y aunque entiendo que la euforia ardiente de los primeros meses de relación es algo temporal, seguía sin recordar haber sentido esos escalofríos recorriendo cada vértebra de mi espalda con sus caricias, o experimentar la sensación de convulsionar de placer, como si hubiera alcanzado el nirvana, en mis relaciones sexuales con él.
—¿Eres consciente de que decir «te quiero» a tu pareja reconforta? Y que no te hace más vulnerable ni menos independiente… Además, tampoco se te van a desintegrar las cuerdas vocales si lo pronuncias de vez en cuando.
Me miró burlón, sin mostrar ni una pizca de resentimiento, aunque yo sabía que mi silencio le dolía en lo más profundo. Juraría que pude sentir su corazón punzando en mi propia piel.
Inhalé profundamente y, en lugar de responder con palabras, sellé sus labios con un beso suave y dulce.
—No sé, Denis, puede que vaya siendo hora de que empiece a considerar tu propuesta —le respondí indecisa, aunque en realidad sabía que aún no estaba preparada para dar ese paso y que mi respuesta era fruto de una promesa velada.
—Deberías probarlo, verás como te sorprende —me propuso con una sonrisa triste. Pero yo seguía sin estar convencida.
Cerré de nuevo la boca, manteniendo mis pensamientos herméticos. Finalmente, asentí con la cabeza.
—Llegaré sobre las diez —le informé con un tono neutral.
—Perfecto.
—Entonces, nos vemos a las diez —confirmé con voz apagada.
Recorrí su elegante y moderno apartamento de ladrillo rojo en Upper East Side antes de atrapar mi gabardina de estampado de leopardo por las solapas, coger el juego de llaves y salir por la puerta.
[1] El musical El diablo viste de Prada se estrenó el 14 de julio de 2020 en Chicago, antes de trasladarse posteriormente a Broadway.
—¿Te hace unas birras en Hinterlands Bar, Madox?
—Claro, ¡me hace! —respondí entusiasmado.
Fijé la vista en el compañero de unidad, Benjamin Brown, mientras me enfundaba mi chaqueta de cuero negro, con el emblema de la policía de Nueva York en el brazo izquierdo y el rango de oficial en la solapa, sobre la camisa azul oscuro de botones, que llevaba mi nombre bordado en el lado derecho del pecho. Nos despedimos del resto de compañeros y salimos del edificio.
Sí, a lo que te estás preguntando. Habían pasado ya tres años desde que solicitara el traslado a esta ciudad y a la comisaría del Distrito 75. Necesitaba alejarme del pequeño pueblo de Haines, donde nunca pasaba nada, y pensé que un cambio de aires en mi vida me vendría bien.
Y no, Morgan Freeman no fue la responsable de esa determinación, y no, ella y yo nunca tuvimos esa cita que le pedí, que casi supliqué, ni siquiera apareció en el lugar para decirme que no quería saber nada más de mí. Al día siguiente, fui a la productora del show Las rubias también se enamoran , quienes me informaron de que se había ido con Denis Moore, compositor y productor musical. ¿A dónde? ¡Ni puta idea! Simplemente se esfumó sin dejar rastro, otra vez, encarnando a la versión moderna de Houdini.
Mientras me llevaba una piruleta de fresa a la boca (llevaba años sin fumar, pero me había vuelto un adicto a ese dulce), salimos a la calle y nos dirigimos al noroeste por Church Ave hacia E 8th St y luego pillamos la derecha hacia Flatbush Ave. El lugar estaba a 1,3 millas de distancia, que solíamos recorrer dando un paseo mientras charlábamos sobre nuestras mierdas y el clima húmedo de la isla, que empezaba a empaparnos hasta los huesos.
La decoloración de las hojas de los árboles o la recolección de las calabazas y el maíz eran señales evidentes de que había llegado el otoño en Manhattan. Además, acababan de abrir las tres pistas de patinaje sobre hielo al aire libre más famosas de la ciudad: la del Bank of America Winter Village, en el Bryant Park, la famosa pista de patinaje The Rink, ubicada frente al Rockefeller Center, y la Trump Rink, la más idílica de Nueva York gracias a su ubicación en el centro del hermoso Central Park.
—¿El jefe te ha convocado para la maratón de Nueva York de este año?
—No, aún no. ¿Cuándo cae?
—Cómo se nota que no eres de aquí, Madox. —Se carcajeó y me dio una palmadita en la espalda, y yo lo miré con cara de: «Imbécil, no vengo de Marte, pero casi»—. El domingo siguiente al día de Halloween, el 5.
—Joder, ahora que lo mencionas, detesto disfrazarme. No hay nada que me dé más repelús.
Benjamin y yo seguíamos avanzando hacia Hinterlands Bar, cuando él, con una sonrisa en el rostro, preguntó:
—¿Entonces no te gusta Halloween, Madox?
—¡No, coño, para nada! Nunca me ha gustado esa celebración. Siempre he creído que no es más que una excusa barata para que los niños salgan a pedir golosinas y los adultos se emborrachen disfrazados de monstruos.
Benjamin soltó una risotada que apuesto mi vida a que resonó hasta en el gran rosetón de la Catedral de San Patricio y su órgano de tubos a varias millas de allí.
—Pues a mí me encanta, tío. Es la mejor oportunidad de pasar tiempo con mis hijos y disfrazarnos juntos.
No pude evitar fruncir aún más el ceño.
—No sé, Ben. A mí suele darme urticaria, me empieza a picar todo como si tuviese hormigas caminando por mi piel con sus patitas peludas y de alambre.
—¿Cómo puedes decir eso? Si vieras a mis hijos divirtiéndose a lo grande, yendo de casa en casa pidiendo chuches y gritando a pleno pulmón «¡truco o trato!», cambiarías de opinión —respondió, emocionado. Siempre que hablaba de sus enanos se le llenaba la boca de orgullo y no era para menos, tenía una familia digna de envidia.
—La verdad, disfrazarme y hacer el ridículo no es lo mío. Prefiero quedarme en mi apartamento viendo una peli insufrible o paseando por Central Park hasta aburrirme —repliqué, encogiéndome de hombros y recordando la única vez que lo había hecho, disfrazado de cura en el hotel Bellagio de las Vegas, para reunirme con Morgan y reconquistarla después de siete meses sin saber de ella.
—¡Pero si es la oportunidad perfecta para ser quien quieras por un día! Además, con tu físico, maldita sea, podrías incluso vestirte de superhéroe o de lo que te salga de las narices. Eres como Ken, el novio de la Barbie, no como yo que, o me disfrazo de Moby Dick o de Obelix… o no hay tu tía… —aseguró, intentando convencerme sin éxito, pues me detuve en seco y lo miré con incredulidad.
—¿De superhéroe? —Escupí un exabrupto—. ¿Estás de coña? Soy poli, ¡no un payaso del Circo del Sol!
Benjamin se descojonó vivo y yo seguía sin verle la jodida gracia. Por suerte pronto llegamos a las puertas del Hinterlands Bar.
Una vez dentro, rompimos a andar hacia una mesa cercana a la ventana, junto a la jukebox [1] de los años cincuenta.
El bar estaba lleno hasta la bandera y la música en vivo añadía un toque extra de nostalgia al ambiente que había encontrado en pocos antros. Su interior ostentaba una decoración de estilo industrial, con paredes de ladrillo a la vista y mobiliario de madera, que creaba una atmósfera acogedora y llena de carácter.
Pedimos un par de birras y nos dejamos caer de cualquier forma en los asientos, apachurrándonos.
—¿Y cómo están tus retoños, Ben? —pregunté, dando un trago largo de mi cerveza a morro.
—Están fenomenal, gracias por preguntar —respondió con una sonrisa de oreja a oreja—. La mayor ya va al colegio y el pequeño acaba de cumplir dos años. Y, por cierto, Estela está esperando otro crío.
—¡Caray, enhorabuena, crack! Eso es fabuloso. ¿Ya has concertado una cita con el urólogo? —exclamé mientras le propinaba una santa colleja en la nuca, le revolvía el pelo con estilo y hacía un gesto de corte con unas tijeras imaginarias.
El bueno de Benjamin me miró con extrañeza, sin terminar de entender el doble sentido de mis palabras.
—¿Y por qué debería hacer eso, Madox Ward?
—Joder, Ben, está clarito, ¿no? Pues ¡para castrarte a lo Lorena Bobbitt y frenar la superpoblación del planeta!
—Ja, ja, ja… ¡Serás mamón!
—¿No crees que con tu superesperma has aumentado la tasa de natalidad del país?
—Cuando algo sale de puta madre de fábrica, hay que hacer réplicas ¡hasta el infinito y más allá!
—¿Hacer réplicas, dices? ¡Me cago en todo, Benjamin Brown! Con uno solo de tu especie habría sido suficiente.
Me eché a reír a carcajadas con los ojos cerrados y la cabeza hacia atrás, al tiempo que una joven solista empezaba a cantar una versión de Love of My Life , de Queen, en el escenario del bar.
Maldición, abrí los ojos de golpe al darme cuenta de que esa era una de las canciones favoritas de Morgan cuando estuvimos atrapados en la cabaña del viejo Sam Cooper. Mi jodida mente viajó años atrás, rememorando esos instantes, y fue tan vívido el recuerdo que incluso creí volver a percibir el aroma a aceite de cerezo y almendras, el olor característico de su pelo castaño oscuro (no del rubio teñido en Las Vegas).
¡Y me dolió, hostia puta, hasta en las entrañas!
Sentí una fuerte punzada tras las costillas que no esperaba. La añoranza se hizo patente sin permiso. El tiempo había transcurrido desde entonces; no obstante, me pregunté cómo estaría ella ahora. Y, por una extraña razón sinsentido, sentí de nuevo la necesidad de verla, de hablar con ella y de reseguir esos lunares estratégicamente salpicados en su mejilla, arco de Cupido y vena carótida, como solía hacer en el pasado. Y me perdí en mis propios recuerdos, en los momentos felices y en los dolorosos, tratando de recordar cada detalle de su rostro y de su sonrisa. ¡Una maldita tortura...! Pues me di cuenta de que, a pesar de todos mis esfuerzos durante cuatro años por seguir adelante, todavía no había logrado olvidarla por completo.
Ese último encuentro en la Ciudad del Pecado, esa jodida cita que nunca se produjo, esas ganas de devorar su boca estando bajo la lluvia, pegando nuestros cuerpos bajo el voladizo de un balcón, era como una herida que nunca terminaba de sanar. Una que siempre supuraba rencor, melancolía y dolor.
Hacía años que había intentado rehacer mi vida, a sabiendas de que era más sencillo decirlo que hacerlo.
—¿Y tú cómo estás con Sky?
Benjamin me sacó de cuajo de mis pensamientos con su inoportuna pregunta; sin embargo, apenas lo escuché.
—Madox…, ¡ey, tío!
De repente, noté que estaba apretando el puño con fuerza, luchando por controlar las emociones que se habían apoderado de mí. Tomé una respiración profunda e intenté volver al presente, centrarme en la conversación con él.
Chasqueó los dedos delante de mi cara.
—Ey... ¿Sigues ahí?
—¡Oh, sí, claro, perdona! ¿Qué decías?
Di otro trago a la botella.
—¿Cómo va todo con Sky?
Disimulé mi incomodidad ante la inoportuna pregunta con una sonrisa irónica, aún envuelto en un aura de fantasmas del pasado, de un Cupido cantarín.
—Lo de siempre, supongo. A veces nos llevamos bien, a veces no tanto. Es como intentar domar una serpiente venenosa. ¡Nunca sabes cuándo te morderá! Ja, ja, ja.
Frunció el ceño, tratando de entender lo que quería decir.
—¿De verdad? Pensé que ibais bien.
—Bueno, sí y no. Ya sabes cómo es Sky, un mes se apunta a clases de piano, otro a salto en paracaídas y al siguiente quiere tener un bebé.
Arrugó la frente, Benjamin parecía cada vez más confundido.
— ¿Eing? Madox, habla con propiedad, ¿quieres?
Me pasé la mano por la frente, frotándola, como si quisiera borrar todas las mierdas de mi mente de una sola pasada.
—Que ha dejado de tomar la píldora y me ha prohibido que use preservativo. Más claro, agua.
Mi compañero de batallas abrió los ojos, sorprendido.
—¡Oh, vaya! Teóricamente eso es…
—Una putada, lo sé, no hace falta que me lo digas. La realidad es que, si me niego, se armará un escándalo de dimensiones catastróficas y es muy capaz de fastidiar todos los condones agujereando los globos con una aguja de coser. Y si acepto, no creo estar preparado para asumir la paternidad tan pronto. Ni siquiera estoy seguro de que ella sea la persona indicada.
—¡Qué mala suerte!
Grrr…
Ni que lo digas…
¡Un error colosal!
—No podrías haberlo expresado mejor.
—Te acompaño en el sentimiento.
—¡Amén!
[1] Jukebox es una gramola o rocola, también conocida en español como sinfonola o cinquera, un dispositivo parcialmente automatizado que reproduce música.
—Otra vez, Morgan.
Suspiré exasperada y fatigada a partes iguales. Víctor Méndez, mi productor musical, y yo, habíamos estado grabando la dichosa maqueta del nuevo disco que salía a principios de año durante cinco horas seguidas, confinados en el estudio de Threshold Recording Studios NYC sin un momento para ir al baño, fumarnos un cigarrillo o simplemente salir a la terraza para tomar aire fresco.
—Dame un respiro, Víctor.
—No, Morgan. Lo que precisas es centrarte para finalizar lo antes posible. ¡No sé qué coño te pasa hoy, estás distraída!
—Estoy agotada…
—No. No es eso, sabes que no es la primera ni la última vez que hacemos sesiones maratonianas de grabaciones.
En mi cara no pude evitar dibujar una mueca de fastidio. Me froté la frente y después recuperé su mirada.
—Tal vez sea la carencia de inspiración o simplemente la presión de tener que hacerlo perfecto desde el principio. Es que no sé qué me pasa…
Víctor frunció el ceño, claramente descontento con mi respuesta. Supongo que le sonó a excusa barata.
—Mira, Morgan. No puedes permitirte el lujo de estar desconcentrada, exhausta o cansada, eso es lo que separa a los profesionales de los aficionados. ¿En qué grupo quieres estar?
—En el primero.
—Pues ya que hablamos el mismo idioma, te doy cinco minutos para hidratar tu voz y continuar.
Sin contraatacar, me levanté de la silla y caminé hacia la pequeña nevera que teníamos en un rincón del estudio, buscando una botella de agua fresca. Me senté en el sofá y cerré los ojos, tratando de relajarme un poco antes de volver a grabar. Crují el cuello a ambos lados, me masajeé las cervicales con los dedos y luego bebí un sorbo.
Víctor se acercó y se sentó a mi lado. Vestía su habitual camisa hawaiana con un par de botones desabotonados, dejando entrever su torso depilado, y arremangada por debajo de los codos, sus jeans desgastados a la altura de las rodillas y sus múltiples pulseras naturales, de cuero, de lana o de piedras que rodeaban su muñeca.
—No soy una máquina… —murmuré con voz apenas audible mientras apretaba los dientes con fuerza.
Me sentía molesta por la presión que estaba ejerciendo sobre mí. Y por culpa de la tensión acumulada en mi cuerpo, sentí ganas de llorar cuando una lágrima escapó sin mi permiso de la comisura del ojo. Con rabia, la retiré de un manotazo y la sequé con la manga de mi camisa. No iba a permitir que me viera débil, no después de todo lo que había luchado para llegar hasta ahí.
—Lo sé y lo siento, Morgan. —Despeinó con la mano su pelo ondulado rubio ceniza, estaba conteniendo las ganas de volver a echarme la bronca. En breve vendría la parte de la manipulación que tan bien sabía llevar a su terreno—. A ver. Entiéndeme. Este local por horas vale una pasta gansa.
Lo miré a los ojos. Sabía que iban a ir por ahí los tiros. Conocía muy bien a Víctor, demasiado bien.
—Lo sé.
—Bien, pues si lo sabes, solo quiero que sepas que necesitamos hacerlo bien. Bien no, ha de quedar perfecto, no mediocre. Hoy. Y me suda la polla cómo lo vayas a hacer. ¡Solo me importa que lo hagas! ¿Entendido?
Asentí, apreté los labios y bebí un sorbo prolongado de agua, para tomarme mi tiempo mientras veía cómo hundía la mano en el bolsillo trasero de sus pantalones y sacaba algo de su interior.
—Toma, esto puede ayudarte.
Me quedé atónita y sorprendida a partes iguales cuando me di cuenta de lo que era: ¡una bolsita de polvos blancos!
—Qué… ¿qué es eso? —Noté un pellizco en la tripa y después ganas de vomitar—. ¿Son dro-drogas?
Tartamudeé, incómoda, siempre me sucedía cuando una situación que no podía controlar me alteraba en exceso. Mi voz temblaba de rabia e incredulidad mientras lo miraba fijamente, sin pestañear.
—¿En qué demonios estás pensando, Víctor? ¿Realmente me estás ofreciendo drogas?
—Joder, Morgan. ¡No lo dramatices todo!
—¡¿Que yo lo dramatizo todo?!
La garganta se me resecó de tanto alzar la voz, sin comprender por qué hacía eso. ¡Aquello rozaba lo surrealista!
—¡Chist…! Sí, lo haces. Constantemente. ¡Y baja la puta voz!
Víctor echó una miradita a la cabina para cerciorarse de que ningún técnico nos estaba oyendo. Luego, volvió a la carga.
—Escucha… —Levantó mi barbilla con un dedo—. No te pongas así, solo es para un caso de necesidad, por si acaso. Te aseguro que esta mierda ayuda a concentrarse. —Zanjó, creyéndose su palabrería barata a pies juntillas.
Fruncí el ceño aún más furiosa que antes, pues que tratara de argumentar su pésima justificación ¡me enervaba sobremanera!
—No quiero tu ayuda, Víctor. —Apreté los labios en una fina línea—. ¡No de esta forma!
Mi voz sonó tajante y dura. Me levanté del sofá y me alejé, y él aprovechó para acercarse a mi bolso, abrirlo y ¡meter la dichosa bolsita!
—Víctor, ¡¿qué haces?! —rumié entre dientes. Me puse tensa y fui hacia él para sacar la bolsa, pero él me lo impidió cogiéndome con fuerza de la muñeca.
—Déjala ahí, Morgan. Puede que no la necesites ahora, pero nunca se sabe qué puede pasar. No te hace daño tenerla cerca.
Me solté de su amarre con un fuerte tirón y me mantuve en silencio, retándolo con la mirada. Me había dejado fuera de juego, noqueada y sin saber qué decir ni cómo reaccionar ante lo que acababa de suceder. De hecho, me sentía defraudada y decepcionada por alguien en quien había confiado durante años, muchos años.
¿Cómo había llegado a esto?
¿Cómo había pasado de ser un amigo leal a alguien que me ofrecía drogas?
¡Maldito Víctor!
Finalmente suspiré, resignada, y me alejé de él, permitiendo que el incómodo silencio entre nosotros hablara por sí solo, porque si decía más de la cuenta ¡alguien iba a salir mal parado!
Así que avancé unos pasos hacia el micro, con los ojos anegados en lágrimas, y me puse los auriculares dispuesta a acabar cuanto antes esa endemoniada tarde.
—Sigamos —articulé sin ganas, agarrando el micro con ambas manos.
—Eso es, así me gusta, Georgia Mind. Vamos, ¡brilla!
No le respondí.
Lo vi volverse hacia la cabina acristalada, dar instrucciones al técnico de sonido y, tras hacer un barrido al estudio, fijar la vista en mí para pronunciar:
—Grabando en… ¡tres, dos, uno...!
Inspiré profundamente abriendo los pulmones, cerré los ojos despacio y empecé a cantar de la única forma que sabía hacerlo: con el alma desgarrando mis entrañas.
Al despertar tras aquella noche agotadora, me incorporé de la cama y bostecé como un oso después de hibernar. La insistente charla de Sky sobre su deseo de tener hijos y su reloj biológico me había dejado sin energía. Me sentía como si hubiera corrido una maratón, aunque, en lugar de sudar, ¡había dejado mi alma en la cama con ella! Tuvimos que follar tres veces seguidas, ¡tres! y sin descanso ni tiempo muerto.
¡Un puto hat trick digno de récord!
Y, maldita sea, a puntito estuve de coronar una cuarta como un campeón, solo que, por caridad del árbitro, es decir de Sky, y porque ya no se me levantaba ni harto de vino, no se consumó.
Joder, ¡me cago en mis muertos!
Más que su amante, ¡me sentía un semental de granja! Y si seguíamos a ese ritmo, pronto, muy pronto, iba a parecer un esqueleto cubierto por un pellejo.
¡Sky iba a dejarme más seco que la mojama!
Después de una ducha fría para liberarme del sudor y la tensión acumulada, salí del baño enfundado en unos bóxers y una camiseta desgastada de los Lakers. Caminé hacia la cocina y me dispuse a preparar unos huevos revueltos con beicon y un café intenso como el mismísimo infierno. Era justo lo que necesitaba para comenzar el día. ¡Cafeína inyectada en la puta vena!
De repente, Sky irrumpió en la cocina, vestida solo con una bata de seda que dejaba poco a la imaginación. Su cuerpo curvilíneo y su melena pelirroja ondulada eran como un poderoso imán que atraía todas las miradas, incluidas las mías.
—Hola, cariño —susurró mientras se me acercaba con un hambre de lobo y me devoraba la boca con un señor beso de buenos días.
Atrapó un trocito de mi comida con total confianza y rodeó la isla para prepararse un zumo de naranja natural, mientras cerraba la puerta de la nevera de un golpe de cadera y se adueñaba del mando a distancia para encender la televisión y sintonizar las noticias en el canal 4, donde, justo en ese instante, se anunciaban los nominados a los premios Grammy.
Clavé la mirada en la pantalla al darme cuenta de que allí estaba ella, Morgan Freeman, la que una vez fue mi perdición y la responsable de todos mis quebraderos de cabeza, ahora conocida artísticamente como Georgia Mind.
«¡Maldito Cupido… Debiste haberte quedado encerrado en la escuela del tiro al arco!».
Una sensación de velada nostalgia me invadió el pecho y el tenedor se me escurrió de las manos, como si estuvieran bañadas en aceite, para estrellarse con un fuerte estruendo contra el plato.
Sky se dio la vuelta con una expresión de preocupación digna de un funeral.
—¿Estás bien, Madox?
Tragué saliva igual que si atravesara un desierto, sediento, y una porción del crujiente beicon se quedó atascada en mi garganta, impidiéndome hablar con claridad.
Tosí y me golpeé el tórax.
—To-todo es-st-á bien… —balbuceé, y mientras mentía noté como si fuera a estallarme la vena del cuello. Bebí un trago del café caliente y me quemé la lengua. ¡Mierda!—. Se me hace tarde, tengo que irme.
De hecho, me levanté como un resorte, parecía que me hubiesen puesto chinchetas en la silla y acabara de clavármelas en el culo.
—¿No vas a desayunar conmigo?
—Hoy no. Nos vemos luego.
—Pero... —protestó ella, sin entender por qué me marchaba tan rápido y siguiéndome desalentada con la mirada.
De mala gana, fui tirando los restos de comida en la basura, cargué los platos en el lavavajillas y le di un beso en la sien antes de escapar como si hubiera visto un espectro. Y, de hecho, lo había visto: una preciosa morena de ojos color avellana y tres malditos lunares que, en el pasado, ¡habían sido mi puta locura!
Ya en la calle, caminé hacia mi coche con la mente hecha un lío y el corazón latiendo con fuerza, tratando de ignorar los recuerdos que me invadían la mente. Haines, un fuego a tierra, una marmota bautizada como Mandy, una guitarra española y cada rincón de la cabaña del viejo Sam Cooper, fiel testigo de tantas miradas cómplices, besos furtivos y caricias que hacían erizar la piel…
Mientras conducía hacia la comisaría, el reproductor de CD pareció entender mi estado de ánimo. Wicked Game , de Chris Isaak, comenzó a sonar, y de repente me sentí como el protagonista de mi propia película romántica fracasada. Me reí con un poco de amargura mientras consideraba la idea de llamar a Hollywood y exigir un cheque por los derechos de autor. Aunque, probablemente, solo recibiría un vale para un burrito gratis y ¡una patada en el culo!
Quién sabe, tal vez tengo una vocación frustrada y debería escribir una novela romántica, pero con un final más realista y alejado de los cuentos de hadas imposibles. Podría titularla El amor y sus desastres , pues todas mis relaciones acaban como una película de terror: con sangre, lágrimas y gritos.
Sin duda siempre he sido un especialista en elegir las peores parejas posibles: mi historial amoroso es tan exitoso como el final del Titanic (léase la ironía), pues todo acaba destrozado, oxidado y en el fondo del abismo.
Con el pulso acelerado y sin perder tiempo, en cuanto llegué a la comisaría me zambullí en la búsqueda de pistas sobre la situación actual de Morgan, como un detective sediento de respuestas.
La curiosidad me carcomía y necesitaba satisfacer las 5 W: Qué ( What ) había sucedido; Quiénes ( Who ) eran los protagonistas; Dónde ( Where ) había ocurrido; Cuándo ( When ) había pasado; y Por Qué había sucedido ( Why ).
Me dejó perplejo y a la vez me alegró saber que estaba actuando en un musical de Broadway, interpretando a Miranda Priestly en El diablo viste de Prada , al mismo tiempo que grababa su segundo álbum. ¿Dos? Joder, ¡ni siquiera estaba al corriente de que hubiese grabado uno! También pude ver algunas instantáneas suyas en las redes sociales y, para mi asombro, descubrí que vivía en Nueva York.
¡Aquí, en la puta Gran Manzana!
No podía creer que hubiera estado tan cerca de mí todo este tiempo. Me sentía como un tonto, como un ciego que busca sus gafas en el mismo lugar donde las dejó. Pero en vez de lamentarme, me reí de mí mismo y de lo absurda que suele ser la vida.
Ahora bien, no sabía si reír o llorar. Estaba más confundido que una mosca en un frasco de mermelada. ¿Debía tomarlo como una simple casualidad o como una jodida señal del destino?
—¿Qué hay, Madox?
Benjamin irrumpió en mi despacho como un elefante en una cacharrería, derribando una planta sin mostrar ningún interés por la vida vegetal ni por mi privacidad.
—Pasa, socio. No te quedes con las ganas de entrar y romper más cosas.
Lo miré con cierta resignación mientras entraba, cogía la silla, la giraba y se sentaba con los antebrazos apoyados en el respaldo.
—¿Qué planes tienes para esta noche?
—¿Dormir? —respondí con un bostezo aburrido.
—No, en serio.
—En serio —repetí con ironía—. Dormir después de que Sky me deje otra vez seco como una alberca vacía y sin ganas de practicar sexo con nadie en los próximos cincuenta años.
—Caray, ¿aún sigue en sus trece? —Arqueó las cejas, asombrado.
—¡Oh, sí! Y no parará hasta que consiga lo que se ha propuesto. No sabes lo terca que es cuando algo se le mete entre ceja y ceja —respondí, apoyando mi cabeza sobre mi mano y observando con desgana el desorden que había causado la entrada triunfal de Benjamin en mi despacho.
—Tío, tienes que hacer algo. No puedes dejar que te manipule de esa manera.
—¿Y qué sugieres?
Me froté los ojos cansados. Trasnochar tiene sus consecuencias: te deja hecho un zombi todo el santo día.
—En primer lugar, ser firme en tu casa. Y, en segundo, poner los huevos sobre la mesa y decirle que no estás dispuesto a seguir siendo su esclavo sexual.
—¿Esclavo sexual? No soy ningún esclavo sexual, hombre. Es solo que… que no quiero hacerle daño y… ejem… —Me aclaré la voz—…, ya me entiendes…
Sonrió y me miró con escepticismo.
—Vale, Madox, ¡lo que diga la rubia! Tú haz caso a tu endemoniada pelirroja en todo, pero luego no te quejes cuando te veas empuñando un biberón en vez de una cerveza bien fría.
Fruncí el ceño, sintiendo una punzada de molestia en mi pecho. Quizás había dado en el clavo. No quería ser padre, no todavía. Sabía que aún no estaba listo para esa responsabilidad. Además, ¿cómo iba a meter un crío en nuestra desestructurada relación? Era como activar la cuenta atrás de una bomba y esperar a que explotara.
¡Boom!
—Bueno, bien. Dejemos mis mierdas para otro momento.
Mi colega me estaba distrayendo del motivo principal de su aparición en escena.
—¿Vas a decirme a qué has venido?
—¿No puedo verte sin más?
Me sonrió socarrón, con esos mofletes rechonchos que sientes deseos de pellizcar hasta dejarlos en carne viva.
—No, algo te traes entre manos. Lo huelo.
—Qué va, no creo, mamón, hoy tocaba ducha.
Me miró con ojitos de cordero degollado y levantó los brazos para olfatearse las axilas de forma despreocupada. Luego ensanchó los labios en una sonrisa pillina y se encogió de hombros.
—El metro es como una lata de sardinas… en escabeche. Todos ahí apretujados, pegaditos, sin distanciamiento social… rozándose los unos con los otros… sudor, piel, aliento…
No coment…
Negué con la cabeza al imaginar ese batiburrillo de fragancias, olores y pestilencias.
¡Menuda excusa!
Benjamin siguió hablando mientras yo me llevaba una piruleta a la boca.
—Hoy es el cumple del peque y mi mujer quiere que vengáis Sky y tú a celebrarlo.
Levanté una ceja, incrédulo. Apostaría a que me estaba tomando el pelo, otra vez. Así que respondí con un monosílabo que no diera lugar a equívocos:
—Paso.
—¿Y ya está? ¿Ese es tu alegato final?
Con la ayuda de la lengua cambié el dulce de carrillo con total parsimonia.
—¿Estela te ha dicho que vayamos, que yo vaya? ¿Ya me ha quitado el veto?
— Sip .
—Precisamente sé, sabes, que no soy santo de su devoción.
—Ya, por eso me ha sorprendido. —Se rascó la barba, pensativo—. Puede que quiera hacer las paces contigo.
—Ya —solté con una expresión de coña pintada en mi cara.
Para que sepas de qué iba el temita, desde hacía un par de meses su mujer no quería verme ni en pintura. En mi caso, yo no le guardaba ningún rencor.
—Bueno, que incendiaras la barbacoa del jardín y de paso sus preciosas lilas, esas que considera un ápice de sí misma, no le hizo ni pizca de gracia.
—Fue un accidente.
—Sí, un accidente muy calculado, cabrón. —Se rio a carcajadas con la bocaza abierta—. Cuando uno va mamado hasta las cejas y rocía los chuletones con gasolina en vez de aceite, ya sabe que el desastre es inminente. Tú siempre tan ingenioso, Madox. Siempre te las arreglas para dejar huella allí donde vas.
—¡Mata un perro y te llamarán mataperros! —Me piqué, el comentario escoció un pelín—. Si es que…
—Bueno, es que no has matado uno solo…
Volví a pasar la piruleta de un lado al otro de la boca mientras me lo quedaba mirando en silencio.
¡Cría cuervos y te sacarán los ojos!
—¿Qué? ¿Vendréis o no? —preguntó con una sonrisita pícara en el rostro y restregando las manos, intranquilo como un niño chico.
—Por ti y tus retoños, haré un esfuerzo sobrehumano —resolví, intentando ocultar mi incomodidad.
—¿Y por mi mujer?
—Por Estela está por ver... —Dejé la frase suspendida en el aire y me encogí de hombros, consciente de que mi relación con ella era más tensa que las cuerdas de un violín—. Sabes que disfruto como un enano con los deportes de riesgo. ¡Me va la marcha!
—No será para tanto, ja, ja, ja.
—Sí, tú ríete, que luego llorarás —le advertí con el tonito más serio que me nació de las entrañas.
—Hoy no habrá barbacoa, pensamos hacer unas pizzas al horno, así que, por ese lado, no peligra nada.
—Ya veo, ya.
El bueno de Benjamin hizo crujir los nudillos, se levantó de la silla y recolocó la pistola en el cinturón policial, bajo la curvatura de esa barriga que cada vez era más pronunciada.
—¿Cerveza o vino?
—¿Qué pregunta es esa, agente Ward?
Birras, obvio. Me respondí a mí mismo sin necesidad de que lo hiciera él, yéndome de listo.
—Venid a las ocho en punto. Ya sabes que Estela detesta la falta de puntualidad.
«Si solo fuera eso lo que detesta…».
—Lo sé, doy fe. Llegaremos antes y así me aseguraré de anotar el primer punto.
Hice el gesto de encestar una pelota en una canasta.
—Buen chico.
—Anda, cierra la puerta al salir.
En vez de recoger la planta del suelo, mi amigo pasó por encima con sus recias botas de piel y esparció toda la tierra, como si estuviera intentando sembrar un jardín. No quedándose a gusto, tiró la orla de mi graduación policial al cerrar la puerta a cal y canto.
Segundos después, oí un: «¡A tomar por el culo!» perdiéndose por los pasillos de camino a su despacho.
Me reí y me eché hacia atrás en el asiento, entrelazando los dedos tras la nuca mientras pensaba: «Jodido Ben… Apuesto a que no se puede ser más torpe, aunque se entrene».
Me pasé la mano por el pelo, meditabundo.
A ver, Madox,
recapitula: cumple de Matt y cena a las ocho, comprar botellines de cerveza
para parar un tren, enviar un wasap a mi endemoniada pelirroja y pasar por la
farmacia a comprar condones ultrafinos, para que los ojos de mi loba en celo no
los detecten ni con un microscopio cuando me los ponga…
CONTINUARÁ...
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